Abajo de los balcones,
afuera de los palliers,
lejos de esas cacerolas,
habita una realidad donde siempre
rige la oscuridad,
es una oscuridad tenue,
como los atardeceres de domingo en el invierno,
como la oscuridad de esa hora a la que llamo la hora del vacío.
Del otro lado de la queja por las libertades,
existe un un mundo donde no rigen los derechos,
no hay techo,
no hay comida,
no hay un lugar,
pero hay un tiempo que se vuelve infinito.
Entre el tú y el yo,
está el todo que nos rodea,
ese todo que a veces naturalizamos,
a veces intentamos no mirar
y a veces, con una miserable lástima,
accedemos a pispear a través de la culpa y la caridad.
Entre el tú y el yo
dejamos que se construya un mundo
tan individualista,
tan egoista,
tan narcisista,
que me da un poco, un poco no,
bastante vergüenza
asumir que entre tu egoísmo y mi comodidad
somos garantes de esta miseria que siempre pareciera explotar.
Pareciera, porque siempre sigue, siempre se sostiene.
Esta humanidad que conocemos,
siempre saca una increíble creatividad para sobrevivir
excluyendo y haciendo que sobre
quien tenga que sobrar.
Más temprano que tarde,
vos, yo, quienes nos rodean,
podemos estar en eso que hay entre el tu y el yo;
quizás sea tarde,
quizás ya no haya esperanza,
pero el día que estemos en ese espacio que hay
entre el tú y el yo,
entendamos que la libertad, lo material, lo individual
es absolutamente finito, absurdo e intangible
en este cruel mundo que habitamos.
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