Ya no sé ni qué número de día conviviendo conmigo misma. Duermo poco, la soledad me ha convertido en una persona más disciplinada que "en la vida normal". A veces me miro las manos, respiro profundo, miro el sol, escucho el sonido. Pienso que por mis venas corre sangre, corre oxigeno, corre vitalidad. Y acá estoy. Encerrada. Los días suceden así. Para mi sorpresa, me quede (nos quedamos) sin palabras y sin alcance sobre los fenómenos de lo que pasa afuera. Y los miles de millones condenadas y condenados a más miseria. Y la miseria profundizada por un enemigo hoy invisible, pero a futuro no tan invisible. Qué hacemos con eso. Mientras tanto miro cómo nos vigilamos, cómo nos condenamos, cómo nos castigamos. Igual hay días que me despierto utópica, siempre con la premisa de que toda crisis es una oportunidad para los pueblos. Hay días que siento profundo orgullo por nuestro país, pero a decir verdad también hay días en que siento profunda impotencia y reconozco que masivamente hemos caído en una comodidad que este virus sólo ha venido a graficarlo, no es que la ha generado. Tonta no soy, entiendo la limitación propia del confinamiento, hablo de otra cosa. Los más tristes son los días en que la humanidad decepciona, angustia, provoca rabia. Enoja que el nuevo orden mundial se pueda llegar a determinar por miles de millones de sumisiones individuales (individualistas). No quiero ser cruel. Subo, bajo, me estabilizo. Me conecto, me desconecto. Intento abrazar virtualmente y después me enojo con la virtualidad. Quiero vínculos reales, basta de tecnología. Ay, pero los días buenos, qué lindos son los afectos y cómo incluso de forma virtual te levantan. Arriba. Abajo. Conectada. Desconectada. Enojada. Contenta. Sigo, como todes, en mi micromundo. Solo me queda desear que el invierno no nos saque el sol, que es el que siempre nos renueva la esperanza. Somos eso. Solo queremos ver el sol brillar.